sábado, 18 de agosto de 2007

Los petulantes son de cartón

La palabra suena como debe: petulante. De quienes sienten esa vana y exagerada presunción en estos tiempos podría escribirse un libro. Prefiero comenzar estas líneas al revés, citando el ejemplo de una persona que tiene todas las condiciones materiales y espirituales para serlo y, sin embargo, se caracteriza por la sencillez.
En una ocasión, hace algunos años, la dirección de este periódico me dio la encomienda de entrevistar a Silvio Rodríguez. Me ericé de pies a cabeza, pues tenía la imagen de que el destacado cantautor era un petulante. Alguien me lo había comentado alguna vez. Como de los cobardes no se ha escrito nada, y mucho menos en el periodismo, me fui hasta Trinidad, donde él actuaría como parte de su gira Por la Patria.
Había un frío infernal. En un viejo y destartalado yipe, que sólo doblaba a la izquierda porque el sinfín de la dirección estaba dañado y no había repuesto, llegamos el fotógrafo y yo a la villa. Preguntamos. Alguien nos indicó que Silvio actuaría en una plataforma cerca del parque.
Nos apostamos en una esquina, como quien vigila a algún sospechoso. A eso de las 8 y media llegó en un LADA color rojo. Cuando se bajó me le acerqué con cierta timidez, lo confieso. Le dije que era periodista de Cienfuegos, que me habían encomendado la misión de entrevistarlo con motivo de su próxima presentación en esta ciudad y que si regresaba sin al menos unas declaraciones de él me chotearía profesionalmente. Ni corto ni perezoso me respondió: “No hay problemas, pero antes acompáñame a un trago porque el frío está que pela”. En una tinajita de barro me brindó un licor bien fuerte. Tomó el de él. Salimos del carro y dijo: “A ver… ¿qué quieres saber?”. Grabadora, preguntas, respuestas seguras y una mano franca, como dejó dicho Martí, al final en saludo franco y cordial.
Pero ahí no termina la historia. Cuando finalizó su actuación, hecha a fuerza de coraje porque el frío le hería la garganta, nos invitó a seguirlo a Santa Clara, la próxima parada de la gira. Allá fuimos. Cuando llegó a la Plaza del Mausoleo Che Guevara lo primero que hizo fue acercarse a nosotros y saludarnos.
Nos volvimos a encontrar en Cienfuegos, varios días después. En el Palacio de Valle, en la recepción de bienvenida, Silvio se apartó del grupo de dirigentes y personalidades que lo atendía y fue a saludarnos afectuosamente. Con él estuvimos esa noche en la Plaza de la Ciudad y al otro día en una visita al poblado de Juraguá, donde alfabetizó a principios de la Revolución. Hablamos de lo humano y lo divino, de amores y desamores, de canciones y recuerdos. Me asombraba que el cantautor hubiese abierto la puerta a un periodista de provincia, como suelen llamarnos un tanto despectivamente algunos directivos y colegas capitalinos, y a un fotógrafo, también de provincia, y permitiera sin condiciones adentrarnos en su quehacer artístico, en sus actividades y hasta en algunos aspectos de su vida. Pensé que a lo mejor era ocasional, porque se trataba de una gira de una trascendencia artística y política tremenda. O que, simplemente, le habíamos caímos bien.
Pero a los seis meses Silvio regresó. Se había comprometido a actuar para los residentes en la Ciudad Nuclear, en Juraguá y otros asentamientos de la zona y cumplía la palabra empeñada. Lo vimos llegar. Se bajó del auto. Y fue directo a donde estábamos el fotógrafo y yo. Nos saludó con el mismo afecto. Saqué la grabadora. Le hice cuantas preguntas quise y él respondió sin poner pero alguno. En esa ocasión nos dio la primicia de que cantaría la próxima semana en Nicaragua, para los seguidores del Frente Sandinista.
No aprecié nunca ni un ápice de presunción en él; por el contrario. La reciente entrevista que sobre su último disco concedió a la Mesa Redonda Informativa así lo confirma.
Por eso no me extraña que en la última sesión de la Asamblea Nacional del Parlamento cubano propusiera llevar la cultura a las prisiones y aseguró ser el primero en incorporarse a ese noble y humano empeño.
Más de 30 años en el periodismo me han permitido conocer a muchas personas grandes en el más amplio sentido de la palabra, cubanas y extranjeras. En todas noté que la mayor grandeza radica, precisamente, en la sencillez.
Por eso me cuesta trabajo aceptar la petulancia, o mejor dicho, a los petulantes. A esos que dejan de saludar u olvidaron a las amistades de siempre porque fueron promovidos a un alto cargo; a lo que son capaces de faltarle el respeto a un anciano en plena calle; a los que miran por encima del hombro porque van en un carro (muchas veces estatal); a los que te imponen una multa por alguna infracción y no te dejan ni hablar; a quienes no admiten contradicciones, criterios diferentes o equivocaciones; a los que olvidan que hoy se puede estar en la gloria y mañana en la desgracia; a los que no conceden entrevistas o ponen condiciones; a quienes viajan a cualquier país y regresan llenos de arrogancia; a los que sólo se pasan la vida diciendo que sólo toman Havana Club Añejo o cerveza Bucanero y desprecian el “Uranio empobrecido” de la bodega que el vecino-obrero le brinda con humildad; a los que olvidaron para siempre las botas y las camisas de trabajo; a los que por una suerte momentánea y casi siempre escurridiza dejaron a un lado sus raíces; a los que sienten tener perpetuamente la verdad absoluta o el poder total por el rango o el dinero...
Contra ellos, como dijo el poeta, descargo toda mi cólera, porque si algo grande tenemos los cubanos es que siempre hemos llevado la humildad con dignidad plena, porque somos solidarios y respetuosos y amigos de los amigos. Eso supieron enseñárnoslo muchos hombres extraordinarios y a la vez sencillos, paradigmas verdaderos.
Los petulantes son de cartón.
Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz. Vale repetirlo.

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