miércoles, 22 de agosto de 2007

ESTAMPAS DEL PERIODISMO: Traductores para “sabihondos”


Imagino decir al juglar: “Acaezco en esta comarca para declamarle unas odas de mi plectro”. Unos a otros se mirarían y alguien, como en los dibujos animados o en el programa televisivo Jura decir la verdad preguntaría: “¿Qué dice ese ahí?
Y el “traductor” –ese que se las sabe todas porque también le gusta expresarse de la misma manera-- aclararía: “Que está en este sitio para recitar unos poemas de su inspiración”. Entonces el que nada había entendido afirmaría: “Haberlo dicho claro, hombre”.
Allá por los 70, en el pequeño local de hacer fotograbados en un periódico de la región central del país, cuando yo era aspirante a periodista, un “monstruo” de la profesión, sobre todo en un género tan abarcador y complejo como el reportaje, me advirtió tempranamente: “Debes escribir para que todos te entiendan, desde el campesino hasta el catedrático”.
Desde ese momento se convirtió en una máxima que he tratado de seguir al pié de la letra, porque me place mucho encontrarme en la calle a un ama de casa que leyó y comprendió algún material escrito por mi, al obrero que da su aprobación a un comentario de opinión y dice: “Eso está bueno…, me gustó”, o al profesor de la Cátedra de Filosofía que aprueba o desaprueba lo publicado, pero siempre sobre la base de una comprensión plena.
Jamás he tratado de acercarme –ni me acercaré nunca-- a ese lenguaje al parecer sacado de enciclopedias o diccionarios, cargado de frases rebuscadas ininteligibles hasta para quien las escribió. Pero, eso sí, para los “eruditos del idioma” ese tipo de material “tiene swing” (“onda”, en purito español). Y hasta insisten en hacerle creer a algunos inexpertos que son verdaderos genios del lenguaje, sin necesidad alguna de estudiar gramática o redacción.
Alejo Carpentier dijo que el periodismo es literatura hecha de prisa, y de prisa también se lee, lo mismo en un punto de recogida en medio de la Autopista Nacional, en el receso de una reunión o entre los turnos de clases. Y lo más evidente del mundo es que casi nadie (para no ser absoluto) carga siempre con un diccionario para buscar significados.
En una ocasión me pidieron que fuera editor de un periódico. En la plantilla había un redactor que gustaba de emplear vocablos poco comunes y por tanto, escasamente dominados. Cada vez que leía sus materiales me preguntaba qué hacer. Después de un análisis detallado de tan espinoso asunto llegamos a un acuerdo mutuamente ventajoso: palabra que yo no entendiera la cambiaba sin consultarle. Así anduvimos felices un buen tiempo y todo fue mejor para todos.
Me motivé a escribir estas líneas porque acabo de leer en una página Web cubana un titular con un adjetivo de espanto. Me dejó, como dicen los muchachos en la calle, “botadito, botadito”. Acudí a la Encarta y la siempre generosa enciclopedia digital hizo la “traducción”. Era mucho más fácil emplear la palabra más conocida. Pero ese “lujo” no podía proporcionarlo el “periodista-erudito”. Él prefirió lo calificaran de “genio de las letras hispanas”, a que comprendieran fácilmente, de un solo golpe de vista, lo que quiso decir.
Esos, los que necesitan casi siempre “traducciones”, tratan de justificar sus escrituras barrocas (pueden calificarse también de recargadas, pomposas, estrambóticas, adornadas, ornamentadas…) con el argumento de ser portadores de una “cultura elevada”, de estar en la cúspide del conocimiento idiomático.
Los pobres. Se morirán siendo “sabihondos” y sobre su lápida pondrán un “clarito” epitafio: “Te quisimos mucho, pero no te entendimos nada”.