jueves, 8 de noviembre de 2007

La lección del marabú


¿A quién culpar? ¿A la señora Monserrat Canalejo, viuda de “El Lugareño” Gaspar Betancourt Cisneros, porque lo quiso tener como planta exótica en su jardín camagüeyano? ¿O al hacendado de Sibanicú que se le ocurrió sembrar una semilla y a los tres años se quedó sin finca? ¿A quién culpar del Marabú en los campos de Cuba?
Un periodista amigo y entendido en temas agropecuarios dice que al descuido, o dicho de mejor modo, a la desatención de la tierra, “porque el área que no se cultiva se llena de esa plaga”. Tiene razón. Otros indican que al período especial. Y también tienen razón. Porque antes de la década de los 80 había, pero no tanto. Una causa está mezclada con la otra.
Hoy el problema tiene ribetes extraordinarios.
Especialistas de la Agricultura aseguran que más del 50 por ciento de las áreas de pastos para la ganadería están infestadas (adecuado vocablo, porque es una invasión de un ser vivo que se multiplica con una rapidez extraordinaria). A ese porcentaje hay que sumar los marabusales de las tierras pertenecientes a unidades de producción de caña de azúcar, cultivos varios, forestales… En cualquier sitio del país está fuerte y robusto, porque para él no hay malos tiempos, ni sequías prolongadas, ni plagas o enfermedades… Fíjense, que sus semillas conservan el poder de germinación durante 50 años.
Vaya, es como el mismo diablo sobre la tierra.
A pesar de ello e increíblemente tiene hasta “defensores”. Unos afirman que su madera es muy buena para hacer carbón vegetal. Es verdad. Otros dicen que preserva el suelo de la erosión. También es verdad. Y hasta los hay quienes haciendo gala de un romanticismo ecléctico asegura “que se ve bonito con sus flores amarillas y violetas”. Como decía mi abuela, de que los hay los hay.
El marabú, sencillamente, es una plaga y hay que eliminarla.
Es verdad que el período especial ha influido en que “se bajara la guardia” en el enfrentamiento, porque comenzaron a faltar el producto químico que –creo— se traía de Europa a un costo alto, los combustibles y hasta los machetes. Además, en los momentos iniciales a la gente le sobraba el dinero porque no había en qué gastarlo. Y, por otro lado, cortar marabú se la trae en cualquier época de la vida.
Pero –pienso yo— más que todo eso faltó la voluntad y la acción para seguir eliminándolo, aunque fuera poco a poco, pero sin detenimiento. Primó el acomodamiento “a lo cubano”, el “no me ocupo de lo que no me exigen”, y entonces, primó el método del inmovilismo, el de “hacerse el de la vista gorda”.
Antes del 26 de Julio, cuando en Camagüey Raúl habló del marabú en el acto por el 26 de Julio casi nadie se preocupaba de ese arbusto. ¿Por qué a partir de ese día muchos reanimaron el interés por erradicar las ramas entrelazadas y espinosas de la dichosa planta que roba tanto espacio a los cultivos y al ganado, aunque fijen nitrógeno y sirvan para hacer carbón? Lo primero es alimentarse; no lo olvidemos.
Es otra muestra de que en términos de previsión agropecuaria casi siempre hay que “pinchar” para provocar la reacción necesaria ante lo evidente, lo que está delante de los ojos.
Ahora se habla casi todos los días del marabú, en la televisión, la radio, los medios impresos (hasta con titulares sobredimensionados y todo), en las reuniones, los parques, los juegos de dominó… Y eso es bueno, no lo critico, porque lo primero es tomar plena conciencia de que si un metro cuadrado le ganamos a la plaga, un metro cuadrado tendremos del lado bueno para hacerlo producir.
Este semanario no se sumó a la avalancha. Trata el tema después de tres meses del “ nuevo despertar”, porque de nada vale “hacer fuego con la hojarasca”, mal que lastra bastante al periodismo nuestro.
Han aparecido también los súper protectores del ecosistema (no me refiero a los nobles ecologistas, por supuesto), quienes se deshacen en advertencias porque los buldózeres arrancan junto con el marabú parte de la capa cultivable del suelo. Ellos no dejan de tener razón, pero a machetazos solamente no hay quien pueda con él. El que lo dude que se enfunde en una camisa de mangas largas, agarre una guámpara y le vaya arriba a un marabusal para que vea “lo que es bueno”. Algo hay que pagar para eliminarlo.
Lo más valioso de esta “pelea cubana contra un demonio”, además del gradual avance físico en los campos, sería acabar de comprender para siempre que a las plagas, como al Imperialismo –salvando las diferencias, por supuesto— no se les puede dar ni “un tantito así”.
Y que el efecto del “pinchazo”, como el de la aguja hipodérmica de una jeringuilla con Penicilina, se sienta por largo rato.