domingo, 26 de abril de 2009

Prohibido hablar de la cosa

Por Ramón Barreras Ferrán

Cuando uno quiere enterarse de algo, nada más oportuno que ir a una barbería. El fígaro, el que está en el sillón giratorio y los que forman la lista de espera se unen en un parloteo que lo mismo toma en cuenta el jonrón de anoche en el estadio, el picadillo de pesca’o que trajeron ayer a la carnicería, o lo buena que se ha puesto Juanita…, “sí, chico, la hija de Cuco, el cocinero que vive en la esquina”.
Pero hay algo que no falla en las barberías. ¡La cosa! Sí, la cosa, esa que los cubanos hemos incorporado al lenguaje de manera magistral y que resume en un solo vocablo lo mismo una catástrofe natural que un pepinillo. Y si no lo cree, ponga atención a las conversaciones en una barbería cualquiera.
Hace poco fui a cortarme el cabello al puesto (porque barbería sería un calificativo demasiado grande para ese cuchitril) de Hermenegildo, un viejo cascarrabias que se ha pasado la vida con la tijera y el peine en las manos, buscándose la vida.
-- ¡Cómo está la cosa!, dice un joven recién llegado con la intención de incorporarse al concierto de habladurías sobre lo humano y lo divino.
-- ¿Qué pasa?, pregunta Hermenegildo, porque la frase lo dejó “vota’o”.
-- Metieron un operativo anoche y cogieron a Pancho, el que embotellaba cerveza de pipa en su casa y la vendía como Mayabe, a 10 cañitas..., eso sí, frías que se partían.
-- ¡Coñó!, masculla el fígaro mientras le cuadra el corte al cabezón de turno.
Un negrón como de seis pies entra, hala un banquito y se sienta.
-- ¡Hay chance, Hermenegildo?”, pregunta.
-- “Usted es cliente fijo…, pa’usted siempre hay un hueco”, le responde el barbero con una sonrisa de extremo a extremo de la boca que deja ver los dientes carcomidos por el tiempo y el descuido. Al parecer el negrón es de los que siempre regala diez pesos por encima de los cinco que le cuesta el pelado con el cero en la maquinita.
-- Ya compré la cosa, Erme, dice el recién llegado.
-- Coño, mi hermanito, no me acuerdo qué cosa es, responde Hermengildo con evidente ingenuidad.
-- El Karpati, mi hermanito, ‘el hierro’ pa’montá las nenas, afirma el otro.
-- Pero esas chicharras escandalosas no tienen traspaso, aclara el veterano.
-- ¿Y eso qué importa…, consolte?, yo soy Juan Bautista en este pueblo y to’ el mundo me conoce..., ¿no es así?
-- Bueno…, si tú lo dices, remata Hermenegildo queriendo poner punto final al tema.
Al poco rato hace su entrada “triunfal” lo que a todas luces resulta ser el pepillo con mayor swing de la zona. Tiene un tatuaje en cada hombro, cuatro argollas en las orejas, una pantaloneta llena de brillo y una gorra “con descarga” (llena de huecos).
-- ¡¿Qué dice mi socio Herme…?!, saluda en voz alta, mezclando la frase con una carcajada estrepitosa.
-- ¡Ahora si la cosa está en candela!
-- ¿Qué es lo que pasa, Planchao?
-- El Tingue, mi socito…, él que siempre está en la última porque es un tipo del ambiente, me dijo anoche que van a hacer un censo por los CDR pa’ mandar pa’ la agricultura a to’ la gente que no trabaja…”.
Hermenegildo tira la tijera y el peine sobre la mesita, tumba de un rodillazo el pomo de talco y entra como un bólido a la otra habitación de la pequeña casa. Al rato regresa con un cartón amarillo del fondo de una caja de shoppin en una mano y un martillo en la otra. Lo coloca en la pared, justo frente a donde se sientan los de la lista de espera y lo clava como con diez puntillas.
Todos leímos: “Proivido ablar de la cosa”.

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